La pobreza de mis profesores:
sus gafas rotas y arregladas tantas veces,
su garganta seca por alzar la voz,
o su ropa hecha para durar,
se convierte en liturgia,
de algo fuerte y necesario
y que yo expulsaba.
Ahora entiendo por qué,
pese a todo,
aguantaban los lunes,
los salarios bajos,
las noches corrigiendo exámenes.
Ahora, después de tanto molestarles,
ahora,
por fin,
me quedo callado y escucho.
Espero que no sea demasiado tarde.