Me acaba de llegar a casa la reimpresión de la 2ª edición de El despertador de Sísifo, con prólogo de Alberto García Teresa. Un poemario que salió en 2018, en Lastura y que aún genera interés por aquí y por allá. Un libro sobre el trabajo, la explotación, Camus…
Hace un par de semanas comenté con un amigo lo importante que es tener una buena rutina semanal. Que el lunes sea piadoso, que el martes no te machaque demasiado: que Sísifo no solo arrastre la piedra sino que también pueda tumbarse a la bartola un rato. Sin culpa. Sin prisa. Que pueda usar la cabeza para pensar además de para decir sí. Que pueda usar los músculos para meter canastas, por ejemplo, además de para arrastrar el cuerpo por la jornada laboral, de la cama al escritorio, del escritorio a la cama.
Afortunadamente, el año pasado descubrí los cursos del Centro de poesía José Hierro. Hace tiempo que el impulso poético no sale tan potente como hace años y por eso pensé en inscribirme en algún curso de poesía para poder mantenerme en forma con las palabras, para recibir nuevos aires, escuchar voces de compañeros que estuvieran en búsqueda, compartir esa pasión, aprender con los demás, descubrir a nuevos poetas.
El curso se llamaba Pensar el poema, estaba dirigido por Azahara Alonso, y duró todo el curso académico, de octubre a junio. El curso consistía en unas lecciones de poesía y filosofía sobre diferentes conceptos que dan que pensar y dan que escribir (el trabajo, el tiempo, la muerte, etc.) . Porque precisamente en eso consistía el curso, recibir contenido teórico y práctico para que luego, después de darle vueltas y vueltas a la pecera de las ideas y de la escritura, pudieramos pesar algún poema abisal para compartirlo en clase. Sorprendidos, temerosos e ilusionados por nuestro descubrimiento, porque en la mayoría de los casos (así lo veo yo), existe cierta inconsciencia en esta escritura poético/filosófica.
En este curso, además de unos compañeros talentosos y humildes, estaba la profesora, que supo cómo nutrirnos con las lecciones para que nos sintiéramos motivados para hacer poemas diferentes a los que solemos hacer, para poder salirnos de la escritura cómoda en la que los años de escritura nos han ido hundiendo. De hecho, en junio de 2022 terminé un poemario muy influido por los temas que tratamos en clase y que saldrá en algún momento a la luz (espero).
Este año 2022 he vuelto a apuntarme al curso porque, como decía al principio de este texto, es muy importante moldear la semana a nuestro antojo antes de que seamos moldeados por ella. Este año, mantener hábitos saludables para nuestro cerebro como escribir poesía o sumergirse en las teorías de Kant, Nietzsche o Bachelard, nos mantendrán en forma para que la suciedad de este mundo no nos lleve por delante. O al menos que tengamos una barricada de palabras para hacerla frente.
La primera vez que vi a Miguel Martínez López fue un martes cualquiera, hace ya unos años, en los Diablos Azules. Recuerdo que no es que me gustara su poesía, es que me sorprendió. Fue rápido el paso de la risa de alguno de sus poemas al frío de la angustia existencial y luego alguna de sus imágenes poéticas me remató. Joder. Le pedí su nombre y lo busqué por Internet. Descubrí que tenía un blog, Mis pies de mono, donde publicaba sus poemas. Ahí quedó la cosa porque tampoco le volví a ver, o si le vi no lo recuerdo. Y hace unos meses, en este zoco digital que es Facebook, descubrí que alguien iba a ir a la presentación del libro Mis pies de mono, de Miguel, en esa semana. No pude ir, pero sabía que ese poemario iba a ser un atlas del dolor, de la alegría, de la angustia humana.
Y no me equivocaba porque en este libro publicado por Baile del sol encuentras la agujeta enorme que supone hacerse mayor, como en el poema que inaugura el libro Cambio de asiento,
(…) Guapos y valientes, en el futuro atravesaremos los campos, las ciudades, sujetos a las crines de nuestro caballo de acero. (…) Cómo imaginar el asiento de delante las mañanas de clínex y bostezos la primavera gris de los semáforos. (…)
Se puede decir que Miguel, desde la rutina y lo más opaco que te venga a la cabeza (hacer la compra, filosofar en la taza del váter, las axilas, los mosquitos del verano, el deambular mirando una manzana o al cielo) sabe desenrollar y multiplicar un paisaje rico y exacto. Digamos que pone la cantidad exacta de cocodrilo y de despertador, de risa y de muerte.
¿Y cómo no se va a admirar la poesía de un tío que escribe el poema Las palabras y las cosas?Ese poema que por supuesto quise, quiero y querré escribir porque consigue la magia de los poemas buenos y venenosos, que al leerlos crees que te han salido de dentro, que lo de fuera solo ha vuelto:
Yo no lo recuerdo pero mi madre cargaba en brazos cogía entre las suyas mis dos pequeñas manos que no eran manos todavía que eran ruiseñores mudos y ni eso que eran cabos sueltos y me obligaba a tocar los objetos de la casa uno a uno. (…)
Y así te quedas, con cara de tonto y solo llevas treinta páginas del libro. La verdad es que es un libro currado, en el que aparece todo el mundo, incluido el currela (en el poema El extraordinario caso del hombre normal) que toma el café a tu lado cualquier mañana y que no leerá (creo) ningún libro de poesía porque no se siente identificado. (Pero en este si). También Miguel Martínez tiene la precisión o la alquimia o yo que sé de poder hacer imágenes poéticas como estas:
Llueve y es una catedral gótica/puesta boca abajo, era tiernamente difícil/como el centro de un sudoku Hoy el cielo limpio/como un portal recién fregado
Y ya veis, qué ojo tan normal y tan extraño tiene Miguel, qué dualidad para seguir madrugando, desayunando, comiendo y viviendo y por otro lado, todo lo demás. El libro publicado por Baile del sol vale mucho menos dinero de lo que debería así que, antes de que alguien se de cuenta y se chive y suban el precio y a Miguel Martínez López lo pongan en altares y esas cosas y le regalen bolígrafos y cuadernos por las calles, id a comprarlo. Si no os gusta, leedlo de nuevo.
Aquí os dejo mi poema favorito de este librazo, que además me recuerda a mi poema preferido de tooooodos, el de La masa de Vallejo:
El poeta impuntual
El poeta vio una puesta de sol dulcemente hemorrágica afiló sus lápices muy rápido y se sentó a escribirlo.
El poeta vio a una mujer desnuda siniestramente blanca afiló sus lápices muy rápido y se sentó a escribirlo.
El poeta vio a un niño devorando una chocolatina despiadadamente puro afiló sus lápices muy rápido y se sentó a escribirlo.
Por más que lo intentase siempre llegaba tarde, Siempre tarde y la poesía de allí se marchaba antes.
Cansado el poeta se miró al espejo afiló sus lápices muy rápido
Somos la entraña de los mapas, el látigo eléctrico y repetido que se ve desde los aviones, apenas un banco de estímulos chocando contra las paredes de lo posible.
Somos las tripas de los mapas que horadan la presencia, las fibras de celulosa que consultan su minúscula sombra en los estanques y sienten un chasquido en el pecho, la debilidad afilada sobre los acantilados eternos de la muerte.
Somos el sótano de los mapas pero también el pequeño motor que los cambia y los contamina de acero, polvo y huesos.
Ojo y ventana, el primer libro, los primeros pasos, las primeras luces. La luz que rebota en los ojos, en las pieles, en las calles. Poemas, búsquedas, hallazgos. Lo miro hoy, con cierto miedo, vuelvo a aquel que fui en 2014 y antes y siento vergüenza, miedo, pero también agradecimiento por haberme atrevido a escribir poemas y que otro yo, alguien insospechado y desconocido, fuera posible. Gracias siempre a Inés, a Roberto, a Elvira Amor, a Ignacio Armada y a tantos escritores y seres que se emocionan y motivan y que sin ellos este libro no sería posible.
Fotografía La que tiene los ojos llenos de medusas la que de su piel tres litros de leche de azúcar, la que enciende las luces la que entró en mí, con los ojos por delante y ya no hay puerta de salida ni ceniza ni moscas en la fruta.
La que está aquí, creciendo circular como una selva, el animal que no se acaba que no se rinde y su pelo lleno de escondites.
Y estaba yo, en aquellos años, aprendiendo francés, leyendo lo de aquí, lo de allá y lo de acullá y llegué al bueno de Arthur Cravan. Aquel boxeador poeta que cautivó y enamoró a Mina Loy, la gran artista modernista. Pues resulta que, además de ser poético, el tipo escribió un texto en prosa que, de alguna manera, se podía interpretar como una biografía poética. Yo, como el niño que apunta 🌚con su cohete de juguete a la luna, intenté hacer algo parecido (la creación hunde sus raíces en la admiración, creo 🌱)
Ahí va:
Tengo veintisiete grietas en la casa de mi niñez-Mis poemas son tijeras, a veces están llenos y otras tienen hambre-De pequeño quise ser ardilla, pero ser ardilla no da trabajo-Yo tengo una pierna llamada Miraflores y un brazo olivo de Torrelaguna-De niño era neandertal y feliz-Prefiero el desobecedario al abecedario-Aprieto los dientes para que no se me escape la vida-Sin amigos me siento un pez en la niebla-No conozco a ninguno de mis huesos, son muy tímidos-Mis padres son la A y la Z de mi cuerpo- Leer estos poemas solo en caso de incendio-Mi disfraz preferido es el de Himalaya-He tenido más vidas que un ministro pero menos que un dromedario-Vivo en verano lo que escribiré en invierno-Mis mejores poemas no están aquí, los tiene ella guardados por su cuerpo-Si me miran por rayos X encontrarán una canica-Cuando escribo me fijo en las ventanas, que son las primas de pueblo de los espejos-A mí me llegan los poemas como fuegos artificiales. Un día me muero del susto- Este libro no necesita WIFI-Me siento paralítico cuando no recuerdo una palabra-Estudié periodismo, pero debería haber estudiado para ventrílocuo, mi trabajo actual-Nací OVNI pero me puse este disfraz para no asustar a mi familia-Mis ríos se están secando, se alejan las nubes juveniles-Este libro no tiene nada que ver con el cerebro-Cada vez soy más rico y la gente más transparente-Mis recuerdos son peces cada vez más borrosos-Solo soy el dibujo del puzle-Tengo corresponsales en cada ojo-Quiero ser verbo-Soy más de servir que de obedecer-Yo quiero ser nosotros-No sé nada, lo siento.
Y lo social, lo colectivo, el vivir no solo en nuestra piel sino en la piel común. El 15M era un sueño aún sin rasgar y creímos, creamos y fuimos personas esperanzadas. También en la poesía. Por eso, poemas así, inflados de ingenuidad pero también de humanidad y sinceridad, brotaban en aquella época. Aunque ahora me den cierta vergüenza…por no ser aquello que soñé, hace tiempo, en un libro llamado Ojo y ventana.
Sobre convertirnos en ventanas
Ya no nos caben días enfermos en la tripa y se nos agolpan niños frente a los ojos, pidiendo más, que pase la película de muertos que nos atornilla los pies al calendario, va siendo hora de mudar la piel y germinar las carreteras.
En nuestro paraíso de silencio útil y lengua automática, el impulso estaba mal visto por las señoras totémicas del orden, por eso tuvimos que hacer nudo a nuestra carrera roja de jóvenes potros sin montura de otoño, ni correa.
Nos dijeron que no era fácil, que ellos lo intentaron, pero todo fueron cerraduras, que también la piel llena de manantiales, pero todo fueron ladrillos cortando el camino.
Yo sé que una tele nos basta, que con un albornoz se viven cincuenta inviernos, y una porción de amor es suficiente para no acercarse nunca al filo del colmillo, pero también sé que ninguna tele nos salvará del ruido de rinocerontes que pesa en la espalda, ningún albornoz quitará el frío de nuestra piel egoísta de iguana y yo sé que ningún amor por partes, por piezas, sin piel abierta, nos hará vivir con la ventana en la punta de la lengua esperando lo posible como si fuera pan para tripa vacía.
(2014)
Para Ojo y ventana tuve la suerte de que la cubierta la hiciera una gran artista y amiga llamada Elvira Amor Melones. Este libro, sin su capacidad de mirar distinto, no sería el mismo. Mil gracias por ayudarme a abrir nuevos horizontes conmigo 😘☀
Posibilidad
Si tuviera un corazón bisonte dónde meterlo aquí no me cabe no se rompe contra los campos no sangra de indio ni de primavera ¡se me muere de triste de ceniza! Si tuviera un corazón bisonte robaría todos los besos relámpago el vino cordillera de vuestra noche me quitaría los brazos, las piernas, para dejarle espacio, dejarle que corra, que embista mi piel y mis fronteras que se moje de lluvia y de amarillo y descanse en mi cuerpo a sus anchas. Si tuviera un corazón bisonte…
Ella
Acariciaba el café con la cuchara llenándolo de círculos, de caminos, y yo quería ser café que marcara en mi piel todas las idas y venidas que le diera la gana. Había días en que se acercaba a mí, bajaba las escaleras de mi cuerpo soltando ríos de labios y encendiendo todas las luces. Estuvo cerca pero nunca fue mía, nunca para siempre. Después de quemarse volvía a su frontera de miércoles a su piel de ventanas cerradas, a su piel siberiana esquiva, y me dejaba allí tirado con los cerezos desplegados y los pies desnudos.
y por llevar la contraria, el prólogo, de Ignacio Armada, al final:
El libro se llamaba Almas ardiendo, y lo había traducido y prologado Gregorio Marañón. Fue el primer poemario que vi en mi vida, siendo diminuto yo y enorme él, flotando ambos en la inmensidad del hogar familiar. Con el tiempo, las proporciones se invirtieron, y entonces descubrí que su autor se llamaba Leon Degrelle, y que era más conocido como fundador del partido rexista belga, un hombre que repetía orgulloso que una vez Hitler dijo que, si hubiese tenido un hijo, le hubiese gustado que se pareciese a Degrelle.
La poesía de Degrelle no llegaba muy lejos, pero resulta una macabra ironía que titulase su poemario así después de haber vestido el uniforme de las Waffen-SS. Y ahora, cuando uno piensa ya que él último libro de poemas leído va ser el postrero, cuando podemos pensar que la Poesía es hoy sólo ceniza de almas ardiendo, aparece Jorge García Torrego, que sólo sabe vestir el uniforme de poeta, y trae unas páginas en las que el fuego de la realidad consume voraz el espacio para que las palabras se arrastren y tiendan en la página.
¿Qué sabemos de Jorge García Torrego? Sabemos que, como todos somos, él es una sombra. Una sombra que se proyecta sobre las palabras. Una sombra que escribe desde la penumbra de lo cotidiano, que es siempre luz que se filtra por una persiana para calentar y no quemar. Escribe sabiendo que el poema amplía perfiles y los desdibuja, como ocurre con el mundo bajo la zona de negrura. Como en los viejos folletines radiofónicos, con la voz de Orson Welles resonando en las tardes oscuras, escuchamos en alguna parte que “la Sombra sabe”. “¿Quién conoce la maldad que acecha en el corazón de los hombres? Después del anochecer, cuando la ciudad se llena de sombras, los gángsters entran en acción. La Sombra, maestro en el arte de descubrir crímenes, pone todo su ingenio en la lucha contra los caudillos de los bajos fondos ¡La Sombra sabe…!”.
Y Jorge, como la Sombra, nos cuenta una parte de lo que ha averiguado contemplando la noche y el bajo fondo de la realidad. Nos lo cuenta en algo que podemos llamar versos, o de cualquier otra forma, pues es más una cuestión de ética que de métrica.
Nosotros también sabemos algo. Sabemos que Jorge ha vivido cerca de una cárcel y aún más cerca del aire y de las sierras. Sabemos que su madre sabe hacer el gazpacho con plenitud solar, y que su abuelo Antonio lee ahora a Lorca, descubriendo la poesía con la pasión con la que dicen que un antiguo romano empezó a aprender griego con ochenta años, puesto que uno nunca sabe en qué momento esto acaba, y qué puede ser útil en el Otro Lado. Hay que estar preparados. Y además, la Poesía, al contrario que el resto de nuestros aprendizajes, nos sirve siempre para el ahora, sin importar el mañana. Tal y como escribe Jorge García Torrego.
Sabemos todo esto porque en una lejana, lejana galaxia, hace mucho, mucho tiempo, Jorge y yo ocupamos el mismo aula durante unos meses, en ese juego en el que todos pierden llamado universidad. Allí entreteníamos el tiempo hablando y examinando sobre Periodismo, Cultura y otras falacias vitales. Examinamos nuestras complicidades. Hablamos sobre creadores y auras frías. Debatimos una vez y otra sobre las posibilidades de la obra de arte y su originalidad en el tiempo en el que existen copias perfectas y multiplicables al infinito.
Pero resulta que la Poesía es hoy el único espacio en el que la obra literaria reelabora su aura, quizá porque cada vez se compra menos, y por eso, se imprime menos. Si Jorge copiase sus poemas varias veces -no a modo de castigo, que quede claro-, seguirían sus palabras, de urbanita maldito, conservando su aura de resplandor en la nieve. Este poeta, con aspecto de noble matutero transalpino, con mirada de viaje interior y verbo nerudiano sólo hasta lo justo, ha comprendido como pocos el verdadero proceso histórico de la Poética: de lo sacro a lo narrativo, de lo narrativo a lo metafórico, y ahora, o bien volvemos a narrar, o sólo contaremos anécdotas versificadas que cabrán en una pantalla de teléfono móvil. Por eso este poemario narra experiencias, sin apartarse de la capacidad de la lírica para trastocar los emblemas de cada elemento de la realidad. Como en el T.S. Eliot de los Cuatro cuartetos, en esta obra de título surreal pero pulso eterno, Ojo y ventana, se recrea el verso eliotiano: “Vieja piedra para edificio nuevo, vieja madera para hogueras nuevas / viejas hogueras para cenizas, y cenizas para la tierra, que ya es carne”.
Y es que al final, la Poesía siempre sabe manotear en la superficie del naufragio, y encontrar maderos nuevos a los que aferrarse, como este libro. Maderos nuevos para elevar milenarios fuegos hasta las Alturas. Paul Dirac, uno de los casos más radicales de autismo genial en la Historia de la Ciencia, mantenía que en Física se intenta decir a la gente las cosas de una manera tal que comprendan algo que nadie antes sabía. Y que, en el caso de la Poesía, la finalidad es exactamente la opuesta. No obstante, su principal descubrimiento en el mundo cuántico se representaba como el Mar de Dirac, un océano infinitesimal de partículas en el que los positrones creaban huecos. Un mundo de rara poesía. Y difícilmente comprensible.
Tal vez todo sea más sencillo. Al vate galés Dylan Thomas, en el transcurso de una encuesta, le hicieron una pregunta aparentemente compleja: qué era para él la Poesía. Thomas mantenía que había empezado a escribir porque se había enamorado de las palabras antes de saber lo que significaban, que amaba aquellas formulaciones del lenguaje cuando las escuchaba por primera vez; sonidos melodiosos que reproducía y formaban entonces parte de él. Y respondió: “Yo sólo leo poesía por placer. Leo sólo los poemas que me gustan. Cuando los encuentro, entonces lo único que puedo decir es «Los hallé» y leerlos por placer. Lea los poemas que le gusten. No le preocupe que sean «importantes» o perdurables. Después de todo, ¿qué importa lo que la poesía es? Lo que importa es el movimiento eterno que está detrás de ella, la vasta corriente subterránea de dolor, locura, pretensión, exaltación o ignorancia”.
En fin, creo que este libro, estos versos que se avecinan, son poesía, y creo que T.S. Eliot, César Vallejo, Oliverio Girondo y Dylan Thomas estarían de acuerdo. Y muy probablemente Leon Degrelle no. Y Marañón querría diagnosticar a Jorge. Y Paul Dirac nadar con él en un mar de partículas. Nosotros nos conformaremos con leer lo que escribe, porque en Jorge García Torrego se está manifestando de alguna forma una coherencia del ser y del estar, del escribir y del sentir. Un aura ardiente. Y podemos calentarnos las manos y el alma arrimados a sus versos.
Ya no será ya no no viviremos juntos no criaré a tu hijo no coseré tu ropa no te tendré de noche no te besaré al irme nunca sabrás quién fui por qué me amaron otros. No llegaré a saber por qué ni cómo nunca ni si era de verdad lo que dijiste que era ni quién fuiste ni qué fui para ti ni cómo hubiera sido vivir juntos querernos esperarnos estar. Ya no soy más que yo para siempre y tú ya no serás para mí más que tú. Ya no estás en un día futuro no sabré dónde vives con quién ni si te acuerdas. No me abrazarás nunca como esa noche nunca. No volveré a tocarte. No te veré morir.
¿Recordáis aquel tiempo de vendaval y besos, lenguas y nervios, adolescencia y sudor?
¿Recordáis aquellos besos olímpicos y maravillosos que nos hacían entrar en otra época, en otra edad del cuerpo, otra edad del sentir?
Yo sí, aún los recuerdo. Y recuerdo la temperatura tropical que, húmeda, hizo quemadura en el baúl nebuloso de mi memoria.
Aquí hay una especie de mapa de aquellos besos. Es un mapa que publiqué en mi último libro y que forma parte de todo un hogar, todo un mundo acogedor (pero tramposo).
Me gustan los hombres que aguantan un gallo en la lengua para que no se despierten las nubes. Me gustan los animales de dos patas que tocan el xilófono en una espalda, con los dedos más meñiques y silenciosos de la historia.
Me gusta tu traje guardabosques, tu llave para la jaula del tigre que siempre pierdes, que nunca sabes en qué boca dejaste. Vivan sin lombrices ni sombra los hombres que ríen y dejan caer todos los cuchillos y no importa qué insulto llega a tu casa no importa. Que sigan saltando los jóvenes con ojos a tres cuerpos por segundo, a tres olas por cintura, borrachos en cada acantilado.
Me gustan las bocas abiertas que esperan la lluvia en verano tu dedo índice como inicio del mundo la llegada al perdón de las guerras al descanso del miedo de la sangre me gustas tu la enemiga de todos los mapas que no te alcanzan.
Desnudos de Dios y su canción enferma como lluvia de abejas. Destruimos las instrucciones del misterio sagrado y no es fácil construir un mapa. El bien y el mal son un trabajo del colegio de tu hijo, cosas de niños, ideas impecables e inútiles.
Dios es el silencio a todas nuestras preguntas, el frontón donde chocamos de cabeza, una rotonda sin salida.
Nosotros somos la sagrada humanidad despertando de la siesta y encontrando sangre entre las sábanas. Encontrando hermanos muertos y la gravedad vertical de la herida, tumores negros como magnolias infectadas, la resaca de nuestro intento de olvidarlo todo y volver al aullido, no conocer el frío de la soledad.
No tenemos tiempo, ya es casi tarde, en las esquirlas de la felicidad encontramos a Dios, el sabor intermitente en la lengua, hacer pie un segundo, y seguir preguntando.
como el que es alegre y vencido por el amor, Juan Carlos Mestre
En la tiranía de los ojos abiertos en la noche, en el imperio feliz de tu cuerpo por sembrar de ahoras, en la muchedumbre que nos habita, en el jolgorio del amor cruzando tus patas y mis patas el asfalto de la monotonía vencido por la ternura de nuestras raíces, en el pálpito de nuestros troncos antes del brote de la rama nueva, una confesión, un secreto de niños torpes y silenciosos.
Allí, en ese aparecer bajo la bruma te encuentro, allí, en el cruce donde pasamos a la acera de los conocidos, en la acera del mirarse a los ojos, en la acera donde un cuerpo es tan solo un pedazo de pan donde encontrarnos.
Me han hecho una entrevista en el programa Todos somos sospechosos, de Radio 3, con Ale Oseguera y Laura González. Hablamos sobre el fenómeno de los micros abiertos y otras variedades de poesía que trato en mi libro Convivir poesía, Conbeber poesía.
y un poco más de belleza lisboeta para acompañar otro poema:
Me olvidará el músculo industrial del castillo, no seré la leyenda sol y sombra de la cama ni tampoco revolución anaconda en el parque residencial de la ciudad. No. Nadie contará los dientes de mi felicidad y hará estatuas, fuegos artificiales y letras. No se acordará de mí el banquero sediento que cortó tanta cometa, pero en Chile hay una yugular que lleva mi nombre y que no se entierra, los pliegues de una piel buscarán el origen incienso de mis besos cuando mis labios sean serrín o acantilado y ningún tambor despertará a nadie de su siesta cuando yo me convierta en cardo o renacuajo, pero un niño verá mi calavera y pensará que es una caracola.
Vale, sí, ya no estamos tan mal, tan de interior. Ahora, aunque tengamos que llevar mascarilla, podemos salir a descubrir cómo de lejos quedan los horizontes, mancharnos las manos más allá de nuestro barrio o nuestro pueblo. Pero hubo un tiempo en el que los ojos se lanzaban hacia afuera pero no llegaban muy lejos. Lo llamamos confinamiento. Tuvimos pantallas, pantallas por todos los lados y algunos incluso visitamos libros para estirarnos.
Y también hubo un Alberto Rivas que, a diferencia de lo que hizo con sus libros anteriores El truco del arquitecto y Cartas a Gilgamesh, que fueron la construcción de un prisma del arte, la literatura y los mitos, un análisis de lo etéreo, en suma, en este Aquellos jardines bárbaros, el poeta acude a la frondosa compañía de las plantas para descubrir que, desde lo pequeño, se puede descubrir un mundo (o varios). Y nos invita. Y nos dice: «mira, mira, Jorge, mira cómo, mira qué, mira dónde». Y yo, y supongo que vosotros también, miro el cómo, miro el qué y miro el dónde que me indica Alberto. Y no solo. Luego me pierdo y entre nervios y enveses hago mi propio camino.
Con la mirada alimentada por la fraternidad de Whitman o Thoreau, Alberto Rivas nos muestra la riqueza y espontaneidad de lo verde, su verticalidad esperanzadora y tenaz, el delicado y necesario manjar de la luz. Al quedarnos quietos, al permanecer en un ámbito geográfico concreto, con materia orgánica y ciclos de tiempo que se suceden y se acumulan, ajenos a la electricidad y sus trampas, podemos ver y sentir la inevitabilidad ferocidad que supone estar vivo, ya seas azucena o humano.
Además, la excelente capacidad lírica que posee Alberto, mezcla de ceremonia y pincel:
Jazmines y geranios en los patios materia circense
en escalada, pequeño vals vienés entre tinajas,
miro mis plantas ante el desorden del recuerdo
como quien pregunta un espejo
por su matemática destreza para salvar el mundo
posee la capacidad de darle gravedad, sentido y emoción a destinos tan diferentes como, los ya citados geranios, pero también el cine, la familia o los selfies:
Los ciegos nos miran desde cámaras cerradas
cámaras ocultas en el barro,
preparan nupcias de bálsamo y espina,
entre tu cuerpo y mi cuerpo
para terminar el libro con un hormigueo de haber resuelto un enigma, una pregunta que no conocías.